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Irene (Blász) Csillag

Detrás de cada nombre, una historia es un proyecto del Centro de Recursos para Sobrevivientes y Víctimas del Holocausto (Holocaust Survivors and Victims Resource Center) del Museo. El proyecto web consiste en ensayos que describen las experiencias de sobrevivientes durante el Holocausto.

LA HISTORIA DE IRENE

Nací en 1925 en Satu Mare, que en aquel momento pertenecía a Rumania, pero que en 1940 se convirtió en parte de Hungría. Éramos cuatro en la familia: mi madre, mi padre y una hermana, Olga, que también sobrevivió y todavía vive.

La comunidad judía era muy grande en Satu Mare en 1939. La mayoría de los judíos eran ortodoxos. Tuvimos una vida muy linda. Mi educación llegó hasta la escuela secundaria, pero no pude terminarla porque mi padre murió y nosotras, las hijas, tuvimos que ayudar. Por esa razón, aprendí un oficio y me convertí en modista. Aunque mi madre era de origen rumano, en nuestro hogar se hablaba húngaro. Mi padre era húngaro y no sabía hablar rumano. Por su origen germano él dominaba a la perfección el alemán, que también nos enseñó a hablar. Vivíamos bien y no recuerdo que tuviéramos problemas de antisemitismo mientras Satu Mare fue rumana. Manteníamos muy buenas relaciones con los vecinos y éramos buenos amigos de todos en nuestra pequeña comunidad.

Cuando los húngaros tomaron el poder, todo cambió. La situación definitivamente empeoró y así permaneció hasta 1944, cuando los alemanes ocuparon Hungría. Poco después de la ocupación, debíamos llevar una estrella amarilla. Igualmente, yo seguía yendo a trabajar todos los días. Luego, se estableció un toque de queda estricto para nosotros, los judíos, y cuatro semanas después, debimos mudarnos al ghetto que fue creado en el mismo Satu Mare. El ghetto propiamente dicho comenzaba en la próxima calle a la nuestra, donde vivían el hermano de mi madre y su esposa. Todos nos mudamos con ellos. También lo hicieron mis abuelos, y todos mis sobrinos y sobrinas. Aunque el ghetto estaba atestado de gente, las condiciones no eran demasiado malas. Teníamos suficiente comida, y nuestros vecinos gentiles (no judíos) eran muy amables con nosotros. No estábamos cercados, pero las SS alemanas estaban a cargo del ghetto y su personal hacía guardia en todo momento. El ghetto se impuso aproximadamente durante cuatro semanas. Luego fuimos deportados, en el mes de mayo de 1944.

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Todos tuvimos que abandonar nuestros hogares del ghetto y marchar para cruzar el pueblo hasta la estación de trenes, donde las personas vitoreaban y aplaudían porque nos íbamos. Fue una marcha muy larga, especialmente para mis abuelos, que ya tenían casi ochenta años. La marcha nos llevó por el cementerio judío, donde visité la tumba de mi padre y le conté lo que nos sucedía.

Las autoridades nos dijeron que nos llevaban a Debrecen, una ciudad húngara grande, no muy lejana, y que trabajaríamos allí. Mi madre horneó muchas galletas secas y las puso en una gran bolsa de harina. En la estación de trenes, las SS nos metieron a todos en vagones de ganado. No tengo idea de cuántos éramos en un vagón. Todo lo que sé es que estábamos de pie allí, apretujados como sardinas. Después el tren comenzó a moverse y viajamos un largo trecho. No había baños ni instalaciones sanitarias para nuestras necesidades. Las condiciones eran tan malas que uno de los amigos de la escuela de mi hermana murió en el camino. Yo estaba aturdida. Creo que viajamos 3 a 4 días. Una vez nos tiraron un poco de pan y algo más para comer, pero básicamente viajábamos sin comida ni agua; no podíamos sentarnos; no podíamos dormir. Finalmente llegamos a algún lugar, pero no sabíamos a dónde. Habíamos llegado a Auschwitz-Birkenau. Para ayudar a su cuñada embarazada, mi madre cargaba al hijo de dos años de su hermano. Un prisionero polaco, que estaba a cargo de sacarnos de los vagones de ganado, le preguntó a mi madre de quién era ese bebé. Cuando mi madre respondió que era el hijo de su cuñada, le ordenó que se lo devolviera a su madre embarazada. Luego le quitaron el bastón a mi abuelo, por lo que comenzó a llorar junto a mi abuela.

A mi madre, a mi hermana y a mí nos enviaron a la derecha. Nos llevaron a una sala muy grande donde, inmediatamente, unos hombres y mujeres nos afeitaron la cabeza. Después nos ordenaron desvestirnos completamente. Así que allí estábamos, totalmente desnudas frente a aquellos soldados de las SS, y nos ordenaron tomar una ducha rápida. Después nos dieron un trapo largo y gris para vestirnos. Luego nos hicieron marchar al campo “C”, y nos asignaron una barraca, pero no recuerdo el número.

En ese momento, todos los otros (las personas mayores como mis abuelos, o las mujeres embarazadas como mi tía, o mis primos, que eran muy jóvenes) fueron enviados a la izquierda. Los nazis no los necesitaban. Nunca más volvimos a verlos. Ninguno de ellos regresó. Ninguno.

En la barraca, había cuchetas triples y mi madre tuvo que trepar hasta la cama superior. Naturalmente, no fue fácil para ella, pero lo logró porque todavía estaba en buena forma. Estuvimos en el campo “C” durante unas seis semanas. Todos los días, había Zählappell (pasaban lista). Por más fuerte que lloviera o frío que hiciera, debíamos permanecer de pie allí, dos veces por día, para que nos contaran. No sé por qué. Un día, sucedió algo inusualmente terrible. Mientras estábamos de pie para el recuento, una de las mujeres dio a luz a un bebé prematuro. Ninguna de nosotras sabía que ella estaba embarazada. No nos habíamos dado cuenta, así que no creo que haya tenido nueve meses de embarazo. De todos modos, el bebé pequeñísimo salió, resbalándose, mientras estábamos de pie en ese lugar. Allí mismo, hicimos un agujero con los pies en el suelo arenoso y enterramos a ese bebé diminuto. Si el bebé hubiera comenzado a llorar, seguramente nos habrían matado. Solo las que estábamos cerca vimos lo que sucedió. Fue horrorosamente triste.

Otro día, luego de que pasaron lista, tuvimos que formarnos en fila para que nos tatuaran números en los brazos. Después de una larga espera, de repente anunciaron que no harían más tatuajes ese día, pero que ahora teníamos que esperar formados en línea para una “selección”. Eso generalmente significaba que elegían algunas personas para permanecer en el campo y se llevaban a otras. Tenía mucho miedo de que nos separasen de nuestra madre. Reuní todo mi coraje y me dirigí a un hombre que estaba a cargo de la selección, quien resultó ser Victor Capesius. En rumano, le dije que mi madre tenía 46 años, que todavía era joven y se encontraba en muy buen estado, y que nos gustaría que nos dejara permanecer juntas. Debe haber estado de buen humor en ese momento porque me dijo “Está bien”. Y las tres fuimos transportadas a otro campo llamado Stutthof; nuevamente en vagones de ganado.

Stutthof, un campo de concentración, aunque era más pequeño que Auschwitz, tenía básicamente la misma organización y rutina: el mismo tipo de barracas, cuchetas y recuento de prisioneros. Poco después de nuestra llegada, nos dijeron que debíamos realizar algún tipo de trabajo. La jefa o guardia era una joven eslovaca que hablaba húngaro. Le dije que quería trabajar. Me asignó la tarea de limpiar los baños, lo cual debía hacerse temprano en la mañana antes de que los demás se levantaran y comenzaran a usarlos.

Después me permitieron trabajar en la cocina. Eso quería decir que luego del trabajo, me dejaban recoger las cáscaras de papa y remolacha, y los granos de café usados; y llevárselos a mi madre y a mi hermana como alimento adicional, aunque mi madre no podía comerlos. Ella se desmejoraba rápidamente. Pero le gustaba hablar de cocina. Soñaba con el momento de regresar a casa, y con todo lo que hornearía y cocinaría. Sin embargo, su estado no mejoró, ni siquiera con la comida que le traía.

Seguí trabajando con energía y esperanza. Quizás eso me ayudó. Yo me dije que aunque todos murieran, yo viviría. Estaba decidida a mantenerme con vida. Un día que nevaba, con temperaturas muy bajas, tenía mucho frío y antes de ir a trabajar, le dije a mi hermana que quería usar nuestra bufanda marrón. Me respondió: “Anoche se la puse en el cuello a mamá, porque también tenía frío”. Cuando le quité la bufanda del cuello a mi madre, noté que no se movía. Le pregunté a Olga qué le sucedía a mi madre, a lo que contestó: “Mamá murió anoche, pero no quise decírtelo porque tenías que levantarte muy temprano para ir a trabajar”. Mi madre estaba muerta.

En la barraca había una mujer que conocía a la familia de mi padre, de antes de la guerra, y cuyo trabajo era sacar a las personas muertas de la barraca. Le dije que mi madre había muerto. Le rogué que no tirara el cuerpo desde la cama superior. Con nuestra ayuda, suavemente sacó el cuerpo de la cama. Ella tenía un devocionario metido en el sostén y rezamos la plegaria para los muertos. Luego sacaron el cuerpo de mi madre y lo depositaron junto a otros cientos de cuerpos cubiertos con barro y nieve, fuera de la barraca. Todos los días, cuando yo regresaba del trabajo, mi hermana me preguntaba: “¿Aún está allí, aún está allí?”. Mi madre permaneció allí alrededor de una semana. Era difícil reconocerla por toda la nieve que le cubría el cuerpo. Luego, un día, llegó una carretilla y sacaron todos los cadáveres, incluso el de mi madre.

Uno días más tarde, noté que mi hermana estaba muy enferma y muy débil. No podía caminar. Yo tenía mucho miedo. Siempre le decía: “Debes intentar caminar, debes hacerlo. Ahora solo quedamos nosotras dos”. Debido a que todavía estaba algo regordeta, nadie se daba cuenta de que estaba enferma. La saqué de la cama para que se pusiera de pie, y le puse la pierna izquierda delante de la derecha y las alternaba. Hice este ejercicio con ella dos veces por día, todos los días, hasta que pudo volver a caminar. Incluso hoy, ella dice que sin mi ayuda, no habría sobrevivido en ese lugar.

Mi hermana nunca trabajó en Stutthof. No todos trabajaban. Muchos no hacían nada; solo esperaban morir de hambre o que se los llevaran. Por eso ella me preocupaba tanto. Si no podía levantarse y permanecer de pie para el recuento, revisarían la barraca. Quienes se quedaban en las cuchetas, incapaces de recuperarse, eran asesinados en las cámaras de gas. Vi lo que les sucedió a dos de mis amigas que eran hermanas. Una de ellas tenía un sarpullido. El médico le ordenó que fuera al “hospital” para que la trataran con aspirina. La otra hermana insistió en acompañarla. Nadie volvió a verlas. Murieron juntas.

Permanecimos en Stutthof hasta después de la fiesta judía de Purim, que usualmente es en marzo. Luego nos llevaron en un vagón de ganado a un campo de trabajo en Danzig. Allí, cada mañana, se llevaban a la mayoría de las personas a trabajar en las fábricas de municiones y las traían de noche. Yo no trabajé en Danzig. Las condiciones de este lugar eran apenas mejores que en Stutthof. De todos modos, allí tampoco teníamos suficiente para comer, no había instalaciones sanitarias y todos estábamos infestados de piojos.

Se acercaba el fin de la guerra. Los rusos y los estadounidenses cercaban a los alemanes, y los nazis continuaban escapando de ellos, arrastrándonos en su huida. Un día, llegamos a una costa y nos subieron a un barco pequeño, amontonándonos en un cubículo reducido. Después de un tiempo, nos permitieron salir a la cubierta. Cuando estábamos de pie allí, mojados, con frío y espantosamente hambrientos, alcancé a ver un repollo que flotaba en el agua. Traté de alcanzarlo, y con la ayuda de los otros, lo tomé. Estaba sucio y empapado de aceite, pero no importaba. Rápidamente lo dividimos y muchos pudimos comer una pequeña porción.

No teníamos forma de medir el tiempo; ni siquiera sabíamos qué día era. Creo que estuvimos al menos una semana en ese barco. Pero el barco se movía, y escuchamos un rumor de que los nazis pretendían tirarnos a todos al mar. Cuando el barco se acercó a la costa, comenzamos a bajar por una escalera. Mi hermana iba delante de mí y saltó desde la escalera a tierra, en la costa. En ese mismo minuto, quitaron la escalera y mi hermana me gritaba: “Vamos, apúrate y salta”, pero la escalera ya no estaba. Todos comenzaron a empujar y me caí al agua. No sabía nadar y comencé a ahogarme.

Alguien, no sé quién, me sacó del agua y me salvó la vida. Aparentemente, en el agua se me salió la ropa, porque cuando me sacaron, estaba completamente desnuda. Alguien me envolvió con una manta mojada. Allí también las SS nos hicieron marchar. Después de marchar con gran esfuerzo durante horas, notamos que cada vez había menos soldados de las SS con nosotros. Huían. Finalmente, desaparecieron todos. Poco después, llegamos a una cancha de fútbol, donde vimos todoterrenos con soldados. Nos tiraban chocolates, galletas y cigarrillos. Algunas personas de nuestro grupo gritaban: “¡Son británicos! ¡Son británicos!”.

Abrumados por lo que veían, los soldados británicos querían alimentarnos. En la cancha de fútbol, había barriles llenos de cerezas, higos, dátiles, miel, chucrut, todo tipo de dulces que no deberíamos haber comido en ese momento. En realidad, necesitábamos sopa caliente o algo muy liviano, pero teníamos tanto hambre que comimos todo lo que había en los barriles. Al día siguiente, la mayoría de nosotros estábamos enfermos y tuvieron que llevarnos al hospital. Muchos murieron por rotura de estómago. El hospital era lindo y limpio, y había muchas enfermeras que nos atendían. Luego noté que querían raparnos. Me quedé atónita. Salí del hospital corriendo y diciendo: “Nunca más. Nunca más. Nunca más van a cortarme el cabello”. En realidad, las enfermeras lo hacían porque estábamos llenos de piojos. Me dejaron ir, pero tuve que firmar un documento para dejar constancia de que abandonaba sus cuidados voluntariamente y de que asumía toda la responsabilidad. Mi hermana Olga permaneció en el hospital.

Nos alojaron en una escuela muy linda, en grupos de tres o cuatro muchachas en cada habitación. Nos cuidaron y nos dieron todo lo necesario para vivir, hasta algo de dinero para hacer compras en el pueblo si lo deseábamos. En aproximadamente una semana, Olga vino a vivir conmigo. Ella todavía estaba débil, pero sana. Aunque nos dieron ropa, sentíamos el deseo de usar algo más lindo. Decidimos coser. Con la ropa de cama de algodón a cuadros, hicimos unos vestidos muy bonitos. Cosimos todo a mano porque no teníamos máquina de coser. Esto ocurrió a fines de mayo o principios de junio de 1945.

Aunque estaba bastante bien en Neustadt, necesitaba volver a Satu Mare a buscar a familiares sobrevivientes. Y así lo hice. Tomé un tren con unos rabinos hacia Satu Mare. Cuando llegué, encontré a un tío, hermano de mi madre, que era héroe de la Primera Guerra Mundial y como tal, estaba exento de la deportación. Él y mi tía se alegraron mucho de verme y fueron muy buenos conmigo.

Encontré mi casa. Ahora la habitaban unos antiguos vecinos. Les pregunté si podía entrar y mirar, solamente. La respuesta fue “no”, pero a través de la puerta abierta, pude ver las almohadas que mi madre había bordado. Les pedí una, como recuerdo de ella. Me dieron un portazo en la cara. Solo quería algo que mi madre hubiera tocado; algo que fuera de ella; algo para recordarla, pero fue en vano.

Decepcionada, me fui de Satu Mare enseguida. Con la ayuda de una organización judía y luego de tomar muchos trenes, volví a Alemania, a Neustadt, Holstein, donde me reuní con mi hermana y todas las otras muchachas que todavía estaban allí.

En ese momento, mi hermana y yo estábamos en contacto con una tía que vivía en Filadelfia. Nos escribió para invitarnos y ofrecernos vivir en su casa. Inmediatamente después de la guerra, Alemania quedó dividida en cuatro zonas. Para poder emigrar a los Estados Unidos, teníamos que vivir en la zona estadounidense y nosotras estábamos en la zona británica, porque fuimos liberadas por el ejército británico. Por esa razón nos mudamos a Einring, que se encontraba en la zona estadounidense.

En Einring, impensadamente, conocí a un hombre llamado Ede (Teddy) que con el tiempo se convirtió en mi esposo. Cuando me propuso matrimonio, le dije que sí, pero que no me casaría sin un anillo de boda. No teníamos dinero ni forma de conseguir un anillo. Cada semana, recibíamos chocolates y los guardamos hasta que tuvimos suficientes para cambiarlos por un anillo de boda. Todavía uso un anillo que en el interior tiene grabado “Para Bobby”. En ese momento, una buena amiga comenzó a salir con un buen amigo de mi novio. Nos casamos en una ceremonia doble. Después de la boda, la otra pareja dijo que se establecerían en Holanda, pero para nuestra sorpresa, los encontramos cuando llegamos a Montreal. Asistieron a la Brit Milah (circuncisión) de mi hijo recién nacido en abril de 1957 y reavivamos la amistad. Muchos años después, mi hijo Ron, por aquel entonces de unos 25 años, se encontró por casualidad con la hija de nuestros amigos y se casaron dos años más tarde. Algunas cosas en la vida son simplemente basheirt (destino).

Mi esposo y yo nos unimos a un grupo sionista con la intención de ir a Palestina y terminamos en Waldheim, Austria, donde nos quedamos un tiempo. Se suponía que finalmente iríamos a Palestina, pero, en ese momento, mi esposo cambió de idea y no fuimos. Sintió la necesidad de regresar a Budapest para saber si algún familiar había sobrevivido.

Fuimos a Budapest, pero la ciudad había sido destruida por los bombardeos y no encontrábamos dónde vivir. Con algo de suerte, conocimos a una mujer cuya familia no había regresado de los campos y que tenía un apartamento de dos habitaciones. Esta mujer, Elizabeth, nos invitó a vivir con ella. Nos dio la habitación más grande y ella se quedó con la más pequeña. Cuando en 1951 nació nuestra hija, Judy, Elizabeth fue como una abuela para ella. Restablecimos nuestras vidas y permanecimos en Budapest durante diez años. La revolución se desató en 1956 e hizo surgir un nuevo antisemitismo en Hungría. El día que mi esposo volvió a casa y me contó que en la vidriera de su negocio habían escrito: “Los llevaremos de vuelta a Auschwitz”, decidimos emigrar. Fue una pesadilla volver a huir, escondernos y escapar por la frontera austríaca.

El 10 de enero de 1957, llegamos a Canadá con nuestra hija de cinco años y yo, con un embarazo de siete meses. En abril, nació nuestro hijo, Ron, en Montreal. Después de las penurias iniciales, que la mayoría de los inmigrantes sufren, tuvimos y todavía tenemos una buena vida en Canadá. A los tres años de nuestra llegada, con la ayuda de la Cruz Roja (y documentos falsos que afirmaban que era mi madre), mandamos a buscar a Elizabeth para que viniera a reunirse con nosotros en Canadá. Vivió con nosotros como la abuela de los niños hasta su muerte, en 1984.

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