United States Holocaust Memorial Museum
Las Olimpíadas nazi: Berlín 1936
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Exclusión de los judíos
Poco tiempo después de que Hitler asumiera el poder, los nazis comenzaron a excluir a los judíos de las instalaciones deportivas y recreativas alemanas. Debido a dicha exclusión, los atletas judíos acudieron en gran número a distintas asociaciones judías, pero sus instalaciones no estaban a la altura de las de los poderosos grupos alemanes. Gretel Bergmann era una saltadora de altura de categoría internacional quien sufrió la expulsión de su club deportivo de Ulm en 1933. Posteriormente, entrenó brevemente con la rama del Der Schild (El escudo) en Stuttgart, asociación deportiva sostenida bajo los auspicios de la Asociación de Veteranos de Guerra Judíos.

Bergmann (primer plano, camisa negra) y otros miembros de su club deportivo judío se preparan para transformar un antiguo campo de cultivo de papas en una cancha de balonmano. 1933.
Bergmann (primer plano, camisa negra) y otros miembros de su club deportivo judío se preparan para transformar un antiguo campo de cultivo de papas en una cancha de balonmano. 1933.
—USHMM #14909/Courtesy of Margaret (Gretel Bergmann) Lambert
La creación, en 1935, de "cursos de entrenamiento olímpico" destinados a atletas judíos fue una farsa ideada por los nazis, en un intento de desviar las críticas internacionales respecto del antisemitismo alemán. Esta fotografía muestra a algunos participantes en un curso, en Ettlingen. Ninguno de los atletas que asistieron al curso de Ettlingen, o a cualquier otro curso, participó en las Olimpíadas. En el primer plano de esta fotografía tomada en 1935, se observa a Gretel Bergmann junto con otros participantes del curso de entrenamiento de Ettlingen.
La creación, en 1935, de "cursos de entrenamiento olímpico" destinados a atletas judíos fue una farsa ideada por los nazis, en un intento de desviar las críticas internacionales respecto del antisemitismo alemán. Esta fotografía muestra a algunos participantes en un curso, en Ettlingen. Ninguno de los atletas que asistieron al curso de Ettlingen, o a cualquier otro curso, participó en las Olimpíadas. En el primer plano de esta fotografía tomada en 1935, se observa a Gretel Bergmann junto con otros participantes del curso de entrenamiento de Ettlingen.
—USHMM #15210/Courtesy of Dr. George Eisen
 
Gretel Bergmann habla sobre sus experiencias.

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Transcripción:

Si me hubieran permitido participar en las Olimpíadas, habría perdido de todas maneras. El ganar habría sido un insulto tan atroz contra la psique alemana —“¿Cómo es posible que un judío sea lo suficientemente bueno como para ganar las Olimpíadas?”– que hubiese vivido con temor durante el resto de mi vida, de eso estoy segura. En caso de perder, por otra parte, me habría convertido en el objeto de burla de los alemanes —“Lo ven, sabíamos que la judía no estaba a la altura”—. Todos estos años, me vi inundada de esos pensamientos.

Era la única judía de mi clase, sin embargo, jamás viví un momento desagradable. Uno no pensaba en sí mismo como judío, sino como alemán. Mi padre solía decirnos: “Sean personas decentes. Esa debe ser su religión”. Él era fiel a esa convicción, y también nosotros.

Yo esquiaba, patinaba, nadaba. Nunca nadie objetó nada. Jugaba al tenis y al ping-pong. Estaba poseída, por así decirlo, por el deporte.

En la primavera de 1933, se acercaba el día de mi cumpleaños cuando recibí un regalo poco agradable, una carta de mi club deportivo que rezaba: “Ya no es bienvenida en esta institución por ser judía. Heil Hitler”. Eso fue todo. Simplemente me expulsaron del club y ese fue el fin de mi carrera deportiva, por lo menos en ese respecto.

Los judíos estábamos excluidos de todo, de todos los aspectos de la vida alemana. Teníamos prohibido el acceso a todos los espacios públicos: no podíamos asistir ni al cine, ni a los restaurantes ni a las piscinas públicas. Simplemente, no podíamos ir a ningún lado y tampoco podíamos relacionarnos con personas no judías. La comunidad judía estaba muy orgullosa de mí y, luego de un tiempo, se corrió la voz de que cierta muchacha judía podía llegar a participar en las Olimpíadas.

Se suponía que sería miembro del equipo olímpico alemán y eso era algo que no lograba comprender, algo que no pude comprender durante muchísimo tiempo. La única razón por la que se suponía que debía integrar dicho equipo olímpico era que los estadounidenses, los ingleses, los franceses y muchos otros países habían amenazado con cancelar su participación en las Olimpíadas de 1936, debido a la discriminación en contra de los judíos.

Por una parte, sentía deseos de participar en las Olimpíadas, ya que dicho evento constituye la ilusión de toda una vida. No le sucede a todo el mundo. Tienes que ser lo suficientemente bueno para competir. Por otra parte, el pensar en la posibilidad de competir y de lograr un triunfo me aterrorizaba —porque estaba convencida de que ganaría una medalla, posiblemente la de oro—, pero en ese caso, ¿qué haría? ¿Pararme en el podio y realizar el saludo “Heil Hitler”, como los demás atletas? Eso jamás sería apropiado para una muchacha judía.

No me permitieron competir en el Campeonato Nacional de Alemania, y el pretexto fue: “Bueno, no pudo participar en dicho evento porque no era miembro de la Asociación de Pista y Campo de Alemania”. ¿Y por qué no era miembro? Porque era judía. Las muchachas gentiles (no judías) que iban a participar en las Olimpíadas tuvieron sus propias pruebas clasificatorias, de las cuales, por supuesto, fui excluida. Siempre que competí contra ellas, lo que, si mal no recuerdo, sucedió sólo en tres oportunidades a lo largo de tres años, las vencí.

En salto de altura, la ganadora de la medalla de oro olímpica registró una altura de 1,6 metros, marca que yo había alcanzado cuatro semanas antes.

Transcripción:

Si me hubieran permitido participar en las Olimpíadas, habría perdido de todas maneras. El ganar habría sido un insulto tan atroz contra la psique alemana —“¿Cómo es posible que un judío sea lo suficientemente bueno como para ganar las Olimpíadas?”– que hubiese vivido con temor durante el resto de mi vida, de eso estoy segura. En caso de perder, por otra parte, me habría convertido en el objeto de burla de los alemanes —“Lo ven, sabíamos que la judía no estaba a la altura”—. Todos estos años, me vi inundada de esos pensamientos.

Era la única judía de mi clase, sin embargo, jamás viví un momento desagradable. Uno no pensaba en sí mismo como judío, sino como alemán. Mi padre solía decirnos: “Sean personas decentes. Esa debe ser su religión”. Él era fiel a esa convicción, y también nosotros.

Yo esquiaba, patinaba, nadaba. Nunca nadie objetó nada. Jugaba al tenis y al ping-pong. Estaba poseída, por así decirlo, por el deporte.

En la primavera de 1933, se acercaba el día de mi cumpleaños cuando recibí un regalo poco agradable, una carta de mi club deportivo que rezaba: “Ya no es bienvenida en esta institución por ser judía. Heil Hitler”. Eso fue todo. Simplemente me expulsaron del club y ese fue el fin de mi carrera deportiva, por lo menos en ese respecto.

Los judíos estábamos excluidos de todo, de todos los aspectos de la vida alemana. Teníamos prohibido el acceso a todos los espacios públicos: no podíamos asistir ni al cine, ni a los restaurantes ni a las piscinas públicas. Simplemente, no podíamos ir a ningún lado y tampoco podíamos relacionarnos con personas no judías. La comunidad judía estaba muy orgullosa de mí y, luego de un tiempo, se corrió la voz de que cierta muchacha judía podía llegar a participar en las Olimpíadas.

Se suponía que sería miembro del equipo olímpico alemán y eso era algo que no lograba comprender, algo que no pude comprender durante muchísimo tiempo. La única razón por la que se suponía que debía integrar dicho equipo olímpico era que los estadounidenses, los ingleses, los franceses y muchos otros países habían amenazado con cancelar su participación en las Olimpíadas de 1936, debido a la discriminación en contra de los judíos.

Por una parte, sentía deseos de participar en las Olimpíadas, ya que dicho evento constituye la ilusión de toda una vida. No le sucede a todo el mundo. Tienes que ser lo suficientemente bueno para competir. Por otra parte, el pensar en la posibilidad de competir y de lograr un triunfo me aterrorizaba —porque estaba convencida de que ganaría una medalla, posiblemente la de oro—, pero en ese caso, ¿qué haría? ¿Pararme en el podio y realizar el saludo “Heil Hitler”, como los demás atletas? Eso jamás sería apropiado para una muchacha judía.

No me permitieron competir en el Campeonato Nacional de Alemania, y el pretexto fue: “Bueno, no pudo participar en dicho evento porque no era miembro de la Asociación de Pista y Campo de Alemania”. ¿Y por qué no era miembro? Porque era judía. Las muchachas gentiles (no judías) que iban a participar en las Olimpíadas tuvieron sus propias pruebas clasificatorias, de las cuales, por supuesto, fui excluida. Siempre que competí contra ellas, lo que, si mal no recuerdo, sucedió sólo en tres oportunidades a lo largo de tres años, las vencí.

En salto de altura, la ganadora de la medalla de oro olímpica registró una altura de 1,6 metros, marca que yo había alcanzado cuatro semanas antes.

The Museum’s exhibitions are supported by the Lester Robbins and Sheila Johnson Robbins Traveling and Special Exhibitions Fund, established in 1990.